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Edad moderna

Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que fue precisamente la Edad Moderna la que propició a la ciudad de Úbeda, especialmente en su primera mitad, los tiempos de mayor protagonismo y esplendor. La guerra y conquista definitiva de Granada, a la que la ciudad de Úbeda contribuyó con hombres y dinero, supuso, amén de otro tipo de beneficios, el derivado de una unidad de acción contra el enemigo común que relegaba a un segundo plano lo que había sido tónica general desde el reinado de Enrique IV, a saber, los enfrentamientos, luchas y banderías que mantenían dos familias: los Molina y los Cueva. La debilidad regia mostrada por Enrique IV y los enfrentamientos con los partidarios del Infante don Alfonso habían sumido a Úbeda en la segunda mitad del siglo XV en una situación de continuo enfrentamiento entre miembros de una y otra familia por el control de la ciudad y de su alcázar.
La llegada de los Reyes Católicos y, sobre todo, el reforzamiento del poder regio que siguió a la finalización de la Guerra de Granada, propició una situación de progresiva domesticidad de la por aquel entonces levantiscas oligarquías urbanas. Esta estabilidad institucional en el reinado de los Reyes Católicos se acompañó, amén del reconocimiento de los derechos y privilegios de la ciudad, de diversas concesiones y edificaciones de entre las que bien cabría destacar la ubicación en Úbeda de Casa de la Audiencia (1501), la construcción de una Alhóndiga para la provisión de trigo en 1503 o la construcción del llamado Puente de la Reina sobre el Guadalquivir. Concesiones y edificaciones que se acompañaron también de la fundación de dos nuevos conventos, San Nicasio, de franciscanos, y Nuestra Señora de la Coronada, de dominicas.
Esta estabilidad y cierto florecimiento de la ciudad se acompañó igualmente de otra serie de hechos no menos relevantes: de un lado, el mantenimiento del apoyo del concejo de la ciudad a las acciones emprendidas por los Reyes Católicos contra la rebelión morisca en la Alpujarra en 1499; de otro, el pleito mantenido con la villa de Quesada y finalmente solventado a favor de la ciudad de Úbeda por decisión regia.
Como se comprueba, pues, el reinado de los Reyes Católicos había traído a la ciudad, especialmente una vez concluida la Guerra de Granada, una etapa de recobrada normalidad; etapa que, sin embargo, pronto se vio truncada. En efecto, durante el reinado de Felipe I y doña Juana la Loca los viejos enfrentamientos entre las familias y linajes de los Molina y de los Cueva volvieron a reproducirse con virulencia. El motivo básico del enfrentamiento volvía a ser el control del alcázar, ahora en poder de los Molina, por lo que sus defensas acabaron siendo destruidas por orden real en 1506.
A pesar de ello, estos enfrentamientos vuelven a reiterarse nuevamente ya bajo el reinado del emperador Carlos V, ahora en el contexto de la Guerra de las Comunidades. No olvidemos que Úbeda, junto a Baeza y Jaén, fueron las tres únicas ciudades andaluzas que apoyaron la causa de los comuneros contra el emperador Carlos V; y si bien es verdad que en este contexto "los Cueva y los Molina más porfiaron por su propia causa que a favor o en contra del régimen operante", en modo alguno debiera perderse de vista en este enfrentamiento, de un lado, el peso real de los Cueva en la ciudad de Úbeda, donde controlaban el concejo o ayuntamiento, y, de otro, la influencia de los Molina en la corte imperial de la mano de don Francisco de los Cobos, secretario del emperador desde 1517. En este escenario tuvo lugar, en 1520, el asesinato de don Luis de la Cueva, promovido por los Molina, y que provocó una enfurecida reacción en la que las víctimas "queman las casas de los adictos a Emperador en Baeza, atacan a Jódar y convierten muchos pueblos en campo de sus venganzas".
Hubiera conexión directa o indirecta entre estos enfrentamientos de bandería y el levantamiento de los comuneros, hay que decir también que los sucesos de 1520 constituyen el punto máximo de este enfrentamiento. La derrota comunera y la labor de pacificación y consolidación de la autoridad imperial emprendida por Carlos V tras los sucesos de Villalar (1521) terminaron aparcando esta vieja y sangrienta rivalidad. El propio Carlos V visitó la ciudad de Úbeda en 1526, hospedándose en el palacio de su secretario don Francisco de los Cobos.
La ya referida fecha de 1520 constituye en cierta medida el momento de tránsito de una vieja etapa de enfrentamientos a una nueva, la del Renacimiento, marcada por el "embellecimiento de la ciudad, así como por el florecimiento artístico y artesano". No en vano, fue durante el Renacimiento cuando la ciudad de Úbeda se dotó de una monumentalidad hasta el momento desconocida.
Personajes como Francisco de los Cobos, Juan Vázquez de Molina o Diego de los Cobos y arquitectos como Andrés de Vandelvira terminaron dotando a la Úbeda del siglo XVI de una notoriedad de la que dan fe no sólo los anteriormente mencionados sino también la larga relación de "diplomáticos, soldados, políticos, obispos, virreyes..." que destacaron bajo el reinado de los primeros Austrias. Durante el reinado de Felipe II las contribuciones de la ciudad, como las de otros tantos lugares y villas del reino, a la política exterior -guerras- del Imperio son evidentes: el nombramiento de Luis de la Cueva como "capitán de los 200 infantes de la ciudad que habían de aprestarse para servir en la Armada que se preparaba para la guerra contra Portugal e Inglaterra", o el reconocimiento del "celo con el que Ubeda contribuyó a las guerras de Flandes, con siete compañías de infantes y dos de a caballo, gastando más de treinta mil ducados y muchos bastimentos y provisiones, y donde destacaron capitanes ubetenses como Francisco Narváez, Gonzalo de Almansa o Luis Dávila", constituyen tan sólo dos ejemplos de lo que estamos planteando. El propio Felipe II visitó, a petición del Concejo, la ciudad de Úbeda en 1570.
Notoriedad de la Úbeda del XVI que se acompañó con la presencia en la ciudad del propio San Juan de la Cruz, quien, "enfermo del camino", finalmente murió aquí a la edad de 49 años, siendo enterrado en el convento de los Carmelitas de Úbeda en 1591. Tras la muerte se iniciaría en Úbeda un largo pleito que vino motivado por el traslado de los restos mortales del santo a Segovia. Al final se llegó al acuerdo, plasmado en el acta que a tal efecto tuvo lugar en 1607, de la devolución a Úbeda de parte de los restos mortales de San Juan de la Cruz -un brazo y una pierna-.
Como puede comprobarse tan sólo por los retazos apuntados, la imagen de la Úbeda oficial del XVI irradiaba a todas luces esplendor. No obstante, dicho "resurgimiento, pasado un tiempo, no cristaliza en bienandanzas materiales". En efecto, bajo los Austrias, sobre todo bajo los Austrias menores, la dinámica pública de la ciudad volvió a caer en la languidez que marcaba, de un lado, el propio declive del Imperio, y, de otro, el contexto general de crisis y depresión en el que se sumió el siglo XVII. Las estrecheces presupuestarias del concejo de Úbeda durante los reinados de Felipe IV y Carlos II se sumaban a coyunturas de hambre y carestías. La luminosidad y el esplendor de antaño se tornaba en un lastimoso escenario en el que los motines, alborotos y protestas se sucedían con frecuencia. En 1666 se produce un motín con motivo de la venta de carne en la ciudad; en 1670 fueron los empleados del cabildo los que "reclamaron una cantidad a cuenta de los salarios que hacía ocho años que no habían recibido"; en 1681 la peste hizo acto de presencia en Úbeda; en 1694 se declaraba al Monarca que en Úbeda "no existían fondos ni para comprar el papel sellado". Entre tanta miseria y calamidades se produce también, en 1680 y por decisión de Carlos II, la definitiva segregación de Torreperogil de la jurisdicción de Úbeda al ser declarada "villa real e independiente".
En esta situación despidió Úbeda el siglo XVII y recibió el inicio del XVIII. Inicio que, como se conoce, coincidió con un nuevo conflicto dinástico, esta vez a la muerte de Carlos II: la Guerra de Sucesión. Numerosos fueron los hombres y recursos materiales que Úbeda aportó a la causa de don Felipe -Felipe V-, apostando con ello por un cambio dinástico que propiciara otros de diversa naturaleza que permitieran alumbrar la salida a las penurias y carestías del reino. En 1701, "el Alférez Mayor de la ciudad, don Fernando Messía y Lucena, levantaba el pendón por el nuevo Rey". Úbeda se agarraba con ello "a la última tabla de salvación". Los reinados de Fernando VI y de Carlos III parecían dar la razón a esta aseveración. Las medidas reformistas emprendidas, especialmente durante el reinado de Carlos III, aliviaban en cierta medida las condiciones materiales de los ubetenses así como ponían la base de reformas y reordenaciones en el plano del urbanismo de la ciudad. Este ideario reformista fue auspiciado, no sin dificultades y oposiciones, en la Úbeda de la segunda mitad del siglo XVIII, de la mano del conde de Guadiana, don José de la Cueva y Ortega, y de la del marqués de la Rambla. De esta forma, disposiciones de reforma y mejora como la fundación de un Montepío "para el auxilio de los pobres", la restauración en 1785 del Pósito ubicado en la plaza de Vázquez de Molina, el arreglo de caminos, la canalización de aguas en el recinto urbano de la ciudad así como de cauces y acequias en el campo, la reforma y restauración de numerosos edificios en ruinas por aquel entonces, o la puesta en práctica de medidas tendentes al desarrollo de las actividades industriales (lana, cáñamo, fábrica de jabón,...), constituyen buenos ejemplos de los logros de un reinado, el de Carlos III, que en muy buena medida elevó el nivel socioeconómico de Úbeda a un listón "discreto", sobre todo si tenemos presente la anterior etapa de crisis y decadencia.
Con todo, hay que decir que esta mejora de la situación a mediados del siglo XVIII en modo pudo enjugar la reiteración, sobre todo en la segunda mitad de dicha centuria, de nuevas coyunturas de precariedad que propiciaron nuevamente un tránsito de centuria -al siglo XIX y a la contemporaneidad- marcado por la crisis y la agitación, provocada en este caso por la invasión de las tropas napoleónicas en 1808.
En cuanto a los comportamientos sociales y las actividades económicas, éstos ofrecían, por lo que respecta a los inicios de la Edad Moderna, una imagen de clara precariedad. En efecto, los acontecimientos que se sucedieron en la segunda mitad del siglo XV -la Guerra de Granada- provocaron en la ciudad evidentes trastornos humanos y materiales, algunos de los cuales estuvieron en la base del relativo despoblamiento que sufre Úbeda en estos momentos. No obstante, y como ya se ha apuntado, la finalización de la guerra con la toma de Granada en 1492 abrió una nueva etapa de paz y tranquilidad institucional que propició, junto al fenómeno repoblador, tiempos de recuperación y florecimiento de las actividades agrícolas, comerciales e industriales de la zona. A la altura de 1597 la población de Úbeda bien se podría estimar en unos 15.441 habitantes, "distribuidos en 3.121 casas". Dicha recuperación, sin embargo, no impidió, como por otra parte es tónica general en una economía tradicional de base orgánica, la sucesión de coyunturas económicas adversas con sus correlatos de conflictividad social. Faltas de cosechas por circunstancias climatológicas como las acontecidas en 1520, 1584, 1606 ó 1616 provocaban reiteradamente unas protestadas alzas en los precios de subsistencias a las que se les sumaban las ilícitas actividades de fraude, especulación y acaparamiento de materias primas por parte de comerciantes y fabricantes de la localidad. Los pleitos por fraude y abusos frecuentaban una realidad social, la de Úbeda en el siglo XVI, marcada, en términos generales, por la recuperación.
Anteriormente, al referirnos al siglo XVI, conectábamos el desarrollo político e institucional de Úbeda al marco general de expansión del Renacimiento y a la propia simbología y dinámica del Imperio. Desde el plano socioeconómico esta etapa, fundamentalmente durante el reinado de Felipe II, se caracterizó por el desarrollo de la agricultura a partir de la puesta en labor de terrenos baldíos, así como por el de unas actividades industriales representadas por "tejedores, tundidores, hiladores de seda, espederos, herreros, plateros, entalladores, cardadores, sastres, molineros, alfareros, carpinteros, canteros y otros oficios".
Todos estos síntomas de una cierta recuperación terminaron por contra truncándose en el siglo XVII. La reiteración de malas cosechas provocó situaciones de aguda hambre y miseria entre las clases populares de la ciudad. La hacienda local languidecía en "precario estado de escasez", especialmente en la segunda mitad del siglo XVII, entre otras razones, debido a "la esterilidad de los campos y la despoblación de Ubeda". Las súplicas populares a los santos se sucedieron en la ciudad en 1622, 1659, 1661 y 1664, y "en 1665 se dio el caso de que muchos pobres no podían trabajar, ni aun ir a Misa, porque se les embargaron los útiles de trabajo y prendas para cobrar de alguna manera los repartimientos". En 1666 tuvo lugar el ya referido motín por la venta de carne. Hambre y pobreza en la Úbeda de Carlos II a la que se le sumó, como también ha quedado dicho, la llegada de la epidemia de peste en 1681.
Como se puede comprobar, el siglo XVII había sumido nuevamente a Úbeda en una situación de marcada miseria y ruina, que no hizo sino empeorar con la llegada de la Guerra de Sucesión. Los impuestos que ocasionaba el conflicto no hicieron sino empobrecer aún más las arcas de la ciudad en una coyuntura que de nuevo coincidía con malos años agrícolas. En 1728 Úbeda pedía dispensa al pago de impuestos por imposibilidad real de hacer frente a los mismos; en 1735 se afirmaba que "los pobres dejaban a sus muertos en las puertas de las iglesias porque carecían de recursos para enterrarlos"; en 1736 "no hubo trigo para la sementera"; en 1755 los terremotos hacían estragos en un casco urbano que también había sufrido, en términos de abandono, los efectos de la crisis y la depresión; en 1759 se cebó sobre los campos de la ciudad una gran plaga de langosta; entre 1774 y 1779 se sucedieron años de sequías con perniciosos efectos sobre la agricultura local; en 1784 serán, por el contrario, los temporales los que afecten negativamente a ésta; en 1795 Úbeda era azotada nuevamente por una epidemia, esta vez de calenturas;...
En consecuencia, pues, los cambios y mejoras que había introducido el reformismo ilustrado en Úbeda bajo los Borbones "no operaron -como era de prever- ningún cambio en el sistema meteorológico de nuestra ciudad", hecho que influyó decisivamente en una agricultura que, pese a la retórica del cambio, seguía anclada en los parámetros tradicionales de la subsistencia. Bien es verdad que durante el reinado de Fernando VI y, muy especialmente, durante el de Carlos III, se produjo en la ciudad una decidida apuesta por el fomento material y el incremento de las actividades industriales. A ello se debió en buena medida la existencia en Úbeda a fines del siglo XVIII de "algunas fábricas de paños y bayetas, una alfarería de vidriado azul y blanco y algunos tejares". No obstante, no fue menos cierto que, pese a este empeño reformista, la fisonomía productiva de la ciudad seguía siendo básicamente agraria, predominando dentro de esta última las tradicionales producciones de "trigo, cebada, vino, aceite, hortalizas y fruta, con especialidad de higos y pasas".

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